El libro rojo

Fernando Yacamán (1985) presenta un relato donde la amistad entre dos jóvenes se ve alterada por la mano dura de sus familiares y la presencia de fuerzas demoniacas. El cuento forma parte de "La Virgen del Sado" (2022), libro publicado bajo el sello de Ediciones Periféricas y disponible aquí

Eliseo y Raymundo se quitaron las playeras, las aventaron, el viento las arrastró y una cayó al filo de la azotea. La ropa en los tendederos parecía que en cualquier momento se iría volando. Raymundo usaba lentes oscuros, a Eliseo no le molestaban los rayos de sol que inundaban la ciudad y envolvían sus cuerpos. En un tinaco seguía el dibujo de un pez koi que ellos habían impreso hacía días. Los dos se acostaron para observar el cielo.

—Güey, ya la conseguí.

—Qué.

Raymundo, en un movimiento pegó su brazo al de Eliseo, y siguió hablando.

—La ouija.

—¿Neta? Te dije que no compraras la que vimos en Soriana. Esa no sirve.

—Ni te imaginas, la conseguí en el mercado de Azcapo, en los puestos de brujería.

Eliseo tomó el brazo de Raymundo, cuando el señor Pepe (el padre de Raymundo) subía las escaleras.

—Entonces qué, mañana contactamos a unos muertitos.

—Lo que sea, pero juntos.

—Quítate los lentes.

María, la hermana mayor de Raymundo, salió del departamento y le gritó a su padre. El señor Pepe la ignoró, ya sabía las maneras en que protegía a su hermano. María gritó más fuerte, Raymundo escuchó y de golpe se apartó de su amigo.

—Que chingados haces aquí y sin playera.

—Pues lo que ves, tomando el sol.

—Bájate.

—No.

Al señor Pepe se le revolvió el estómago y al encontrar los ojos con que lo miraba Eliseo.

—Ya habíamos hablado de esto. Bájate.

Eliseo apretó con fuerza los puños.

La doctora (madre de Raymundo) apareció en la entrada de la azotea. Temía que Don Pepe otra vez le soltara un golpe a su hijo.

—Cabrón malagradecido, bájate.

Raymundo no soportó más las humillaciones de su padre, se dirigió a él, con su hombro lo empujó y los dos bajaron.

La doctora prendió un cigarro y se acercó a Eliseo.

—Mira, Eliseo, tienes que entender que ya no son unos niños y ahora deben tomar caminos diferentes.

—Ah, sí, por qué.

—Tú sabes por qué.

Eliseo se dirigió al filo de la azotea, tomó su playera y la de Raymundo.

—Siempre fuiste bienvenido en mi casa, pero por el bien de todos, aléjate.

—Pues hágale como quiera, Ray es mi mejor amigo.

En esa azotea, de niños jugaban hasta que alguno de sus padres subía para llevarlos a dormir. Ahora parecía que, para los padres de Raymundo, al haber crecido, su amistad se volvía un delito.

Eliseo bajó las escaleras, escuchó gritos dentro del departamento de Raymundo. Seguía el pleito. Abrió la puerta de su departamento, su madre (la señora Neri) dejó de ver una película.

—Y ahora qué pasó, por qué tan enojado.

—Nada, nada.

—¿Otra vez te enojaste con Raymundo?

—Ya te dije que nada.

Esa noche Eliseo se durmió oliendo el sudor en la playera de Raymundo.

Al día siguiente era domingo, Eliseo tenía la ouija bajo el brazo, vestía la playera que había olvidado Raymundo, quien tenía un golpe en la mejilla.

—Mira como te dejó, no me atrevo a matar al pinche don Pepe y solo porque es tu padre.

—Pues deberías hacerlo.

Eliseo sonrió de esa manera extraña que tenía desde niño.

—¿Cómo quieres qué lo haga?

—Ya relájate, mejor ahorita contactamos a un muerto y le pedimos que en la noche le jale las patas.

Subieron a la azotea. El dibujo del pez koi comenzaba a desaparecer, en los tendederos aún estaba la ropa del día anterior, el viento alborotaba sus cabellos y Eliseo abrió el tablero de la ouija sobre el piso y empezaron a jugar.

Al atardecer hicieron contacto con un hombre que murió ahogado y, con las pocas palabras que les respondió, ellos interpretaron un mensaje.

“En una calle verán la sombra de una cruz, ahí esperen a un hombre que les entregará un libro rojo, dentro encontrarán cómo liberarme de mi condena. Ahora, abrieron el umbral que encierra el eco de la muerte.”

María se encontraba detrás de un tinaco, estuvo a punto de decirles que no lo hicieran, pero prefirió ahorrarse el desplante de los chicos. Entonces decidió buscar a la señora Neri.

Tocó el timbre, la señora dejó su máquina de coser para abrir la puerta.

María le contó lo que había presenciado.

—Esos chamacos pierden el tiempo en pendejadas. No te preocupes, yo iré a buscarlos. Ahora debes ir a tu casa y no digas nada a tus padres.

María subió las escaleras y se dirigió a su departamento.

La señora Neri se cubrió con un chal y salió a buscarlos. En la calle se abría paso entre la gente que salía de trabajar, los automovilistas manejaban histéricos, el sol estaba por ocultarse y al dar vuelta en la refinería encontró una cruz; se trataba de la sombra que desprendía un poste y se proyectaba a lo largo de la Avenida Petróleos Mexicanos. A unos metros Eliseo y Raymundo se encontraban sentados sobre la banqueta. Un obrero se aproximaba a ellos. La señora Neri lo miró y aceleró el paso. El obrero tropezó y soltó el libro que llevaba en las manos.

—Deberían juntarse para estudiar, no para estas chingaderas. Llegando a la unidad me entregan la ouija. — Cuando Raymundo miró atrás, el obrero y el libro se disolvieron en el aire.

Peces Koi en el relato El libro rojo

A la noche siguiente, el señor Pepe recibió una llamada. Al colgar, le pidió a su esposa que lo acompañara a su habitación para conversar sobre un asunto delicado. Salieron y tocaron la puerta de la habitación de Raymundo, pero él no escuchaba porque tenía los audífonos puestos y tarareaba la nueva canción de The cure, “Boys don´t cry”. Abrieron la puerta con fuerza.

—Ya te dije que te vas a quedar tarado si sigues escuchando la música a ese volumen. Arregla tu maleta que te vas a Pénjamo con tu tía Isaura.

—Cuándo.

—¿Qué no entiendes? En este instante, carajo.

El señor Pepe salió de la habitación y azotó la puerta. Raymundo no preguntó el porqué de la decisión de su padre. Le daba igual la preparatoria y su familia.

Salieron del departamento, bajaron las escaleras y al llegar a la planta baja Raymundo quería despedirse de Eliseo.

—¿No habíamos hablado ya de esto? ¿Por qué le tienes que contar todo lo que haces? Escúchame bien, en Pénjamo las mujeres son guapas como tu madre, espero que en este tiempo conozcas a una y te vuelvas un hombre.

Raymundo se tragó su enojo.

Llegó a la terminal de Pénjamo pasando la medianoche. Su tía Isaura y su primo Doroteo, lo esperaban afuera y lo invitaron a cenar unos tacos; después lo llevaron a su casa, donde ya le tenían lista una recámara.

El canto de los gallos despertó a Raymundo y pensó que Eliseo, a esa hora, debía ir rumbo al C.C.H. para tomar la clase de física. El último verano lo habían pasado en Pénjamo, tomando el sol en el cerro de la Gavilana. Recordó la noche que acabaron borrachos y, al llegar a casa de su tía, se durmieron en la misma cama. Volvió a sentir los nervios que sintió esa vez, cuando al despertar por suerte nadie los había descubierto.

Deseó pronto volver a dormir con Eliseo.

Al mediodía, Raymundo compró un six e invitó a su primo al cerro de la Gavilana. Al llegar a la cima se sentaron sobre la hierba seca, destaparon las cervezas y contemplaban el pueblo.

—Mira, Ray, ¿ves estos frutos amarillos que están entre la hierba? Los descubrí hace poco y te ponen a toda madre.

Se paró y cortó unos.

—¿Neta?

—No creas, recién los descubrí; pero solo debes tragarte uno, porque con más te quedas pendejo.

—Con la chela estoy bien.

—No me digas que te da miedo. No mames, si tú vienes de la mera capital. ¿Qué ahí no todos andan bien puestos?

Raymundo prendió un cigarro.

—Ya te dije que no, mejor cuéntame otra cosa.

—Qué, pues la otra noche, en el último baile, me puse bien pedo y ahí estaba la Esmeralda, una morra que desde siempre me ha gustado harto. Si la vieras. ¡Unos ojotes! ¡Unas tetorras! Un… Para qué te cuento, ahora soy la envidia del pueblo.

—Quién te viera, tan güey y tan colmilludo. La quiero conocer porque seguro mientes.

—Ni madres. ¿Qué tal si luego me la bajas? Con eso de que eres de México, luego luego las morras se sorprenden aunque les hagan cara de fuchi y les digan chilangos. Así son, de dos caras, pero Esmeralda tiene unas amigas bien sabrosas que podría presentarte hoy en la noche.

—Pues, como quieras.

—Uy, qué apretado, seguro lo dices porque ya tienes novia.

—No, qué hueva.

—Aquí entre nos, ya dime la neta, ¿te gusta la verga? No me mires así, pues eso cuentan los primos, los tíos y hasta tu jefe.

Raymundo se levantó.

—Güey, no te encabrones, te lo digo porque la otra noche tu jefe habló por teléfono con mi má, le contó que está preocupado porque todo el tiempo te la pasas con Eliseo, el morro que a veces traes aquí.

Raymundo recordó las palabras de su padre “A ver si en este tiempo encuentras una mujer y ya te vuelves un hombre”. Seguramente a Doroteo le había asignado la misión de presentarle mujeres y sacarle la verdad.

— ¿Todos los hombres que salen de este pueblo son pendejos?

Raymundo agarró las cervezas y de regreso al pueblo se las bebió. De un teléfono público llamó a casa de Eliseo y nadie contestó. Le pareció extraño, pues a esa hora regresaba de la preparatoria; además, la señora Neri por lo regular no salía de su casa. Decidió marcarle en la noche y meterse al bar La Cabaña. Qué más podía hacer en ese pueblo; embriagarse como lo hacen la mayoría de los hombres en sus ratos libres.

Al abrir las puertas, encontró paredes mal pintadas de verde pistache, posters de mujeres desnudas y otros con jugadores del equipo América. Raymundo se dirigió al cantinero, pidió una cerveza y prendió un cigarro. En el techo de lámina resonaban las cumbias. Un hombre cincuentón entró a la cantina. La mayoría de los hombres bebían una cerveza tras otra, sobre las mesas patrocinadas por la cerveza Corona. Raymundo, al tirar su colilla, vio que había montones por todo el piso. El hombre que había entrado tenía el cabello canoso y contrastaba con su abundante barba negra. Un borracho se levantó para encender la rockola. Raymundo contemplaba el pequeño altar a la virgen del Carmen, cuando el hombre lo abordó.

—¿Se encuentra de vacaciones?

—Así es.

—Luego luego se nota que usted no es de aquí.

Raymundo prendió otro cigarro.

—Vengo del Distrito Federal o de México, como ustedes dicen.

—Yo tampoco soy de aquí.

—¿Es de Cuerámaro?

—No, señor, yo vengo de muy lejos.

— ¿De Guanajuato?

Raymundo pidió dos cervezas y le dio una a su acompañante.

—Pues, ¡salud!

—¿Salud? Por su culpa sigo pagando mis penas en este purgatorio. Usted sabe de lo que hablo, porque abrió un umbral que dejó abierto, donde resuena el eco de los jodidos, de la muerte. ¿Puede escucharlo?

Raymundo se levantó y el hombre tomó su brazo.

—No me diga que ya se va, si apenas nos estamos conociendo.

Raymundo despertó en la cama, su tía Isaura se encontraba frente a él.

—Es la última vez que te paso esta impudencia, Doroteo y yo te sacamos a rastras del bar. El cantinero, don Julio, nos contó que bebiste como un chancho, que bailaste cumbias con un hombre hasta caerte. Si tu padre se entera, me mata.

—Tía, pero eso no es cierto.

—Todavía apestas a cantina.

—Pero a mí ni me gusta la cumbia.

—Cínico.

Raymundo solo recordaba que había ido al baño y cuando regresó vio cómo el señor barbado se disolvía en el aire, pero se sentía mareado, por lo que se convenció de que tal vez lo había imaginado. Necesitaba contárselo a Eliseo. Se dirigió al teléfono y le llamó. Eran las dos de la tarde y tenía la certeza de encontrarlo, pero nuevamente nadie contestó. Entonces marcó a su casa.

—Cómo estás, hijo.

—Bien, mamá, en la casa de los Neri no me contestan.

—Pues ahí andan.

—Ya me aburrí, creo que me regresaré en el camión de la tarde.

—Mira, Raymundo, te vas a quedar en Pénjamo hasta la fecha que te indicó tu padre, ya sabes cómo se pone si lo desobedeces. Aquí todos estamos bien.

—No me importa, me largo.

—Entiende, mira, buscaré a Eliseo y le diré que te marque, pero te quedas ahí, no quiero más problemas en esta casa, ahora debo regresar al hospital.

La comida estaba lista sobre la mesa. Un caldo de gallina que Raymundo sorbió con la mirada de los demás a cuestas. Cuando terminaron de comer, Doroteo le pidió que lo acompañara a su habitación.

—Oye, Ray, te pido disculpas; si eres puto sabes que cuentas conmigo.

—Cómo chingas con lo mismo, mejor ¿vas conmigo a La Cabaña?

—Eres bien atascado, pero vamos, pues nomás deja le echo una llamada a la Esmeralda para que le caiga.

Los primos entraron al bar, Doroteo se dirigió a la barra, Raymundo buscó al señor con quien había conversado, preguntó por él, sin obtener respuesta. Un grupo de mujeres entró riendo y se dirigieron a Doroteo.

—Ray, vente para acá, te quiero presentar a Esmeralda y a sus amigas, son unas chamacas buena onda, que quieren divertirse. ¿O no?

Esmeralda resultó una morena teñida de rubio que por sus curvas acaparaba la atención de los hombres. Raymundo se relajó después de unos tragos. Quizá aquel señor de barba negra había sido solo un malviaje. Fue entonces cuando le echó ojitos a Griselda.

Fernando Yacamán El libro rojo

Todos bebían cerveza tras cerveza y pasaban las horas. Una guaracha comenzó a sonar y, al calor de las copas, fue cuando Doroteo inició un espectáculo con Esmeralda en medio de la cantina, bailaban pegadito, le metía la mano debajo de la falda, pero el que robó la atención de los presentes fue Raymundo con Griselda. Ella, al oído, le confesó que estaba hospedada en el hotel Virreyes, en una habitación que tenía una cama grande que no deseaba desaprovechar. Él apenas podía hablar. Salieron de la cantina tomados de la mano y, al cruzar la calle, Doroteo salió carcajeándose.

—Primo, no me digas que te vas con esa zorra.

—Qué.

El viento frío soplaba con fuerza y a Raymundo se le bajó la presión.

—No mames, güey.

—Vete a la mierda.

—Ray, ¿no te das cuenta? Ella es una quimera.

Raymundo se esforzó por enfocar su mirada. Griselda tenía barba que se asomaba entre las plastas de maquillaje, el vestido entallado a su cuerpo dejaba notar un miembro grande, sus pies eran anchos y apenas cabían en las zapatillas.

Griselda sonrió.

—No le hagas caso a este pendejo. Yo te voy a dar lo que nadie tiene. ¿Qué deseas? Haré lo que tú pidas.

Raymundo miró los ojos de Griselda, en ellos encontró la mirada del hombre que buscaba y recordó sus palabras: Dejaste un umbral abierto. Raymundo vomitó. Doroteo lo agarró del hombro y lo llevó a su casa. A unos metros, Raymundo miró atrás. Griselda, al igual que el otro hombre, se disolvió en el aire.

Raymundo al despertar no soportaba el dolor de cabeza y en ese momento decidió volver al D.F. El reloj marcaba las cinco de la mañana. Descolgó el teléfono con las ganas de encontrar a Eliseo, pero al intentarlo ya ni siquiera entraba la llamada. Entonces volvió llamar a su casa.

—Qué pasó, hermano.

—María, en la casa de los Neri nadie contesta, pasó algo.

—Relájate, cómo está mi tía.

—Ya no quiero estar aquí.

—Pero a ti te encanta.

—Es muy extraño que Eliseo no me conteste y ya quiero verlo.

María tardó en contestar.

—No debería decírtelo yo, pero entiendo que mi papá te mandó a Pénjamo por tu bien.

—Ahora qué.

—Eliseo murió atropellado y mi papá temía que hicieras un pancho en el funeral, y que nuestros conocidos se enteraran de tu relación con él. La señora Neri no contesta porque se fue de la ciudad.

Raymundo soltó el teléfono. Abrió la puerta de la casa, se echó a correr. Los rayos de sol abrían el cielo. Con las botas embarradas de lodo, llegó a la cima de la Gavilana. Entre la hierba seca, arrancó un puñado de los frutos y siguió el impulso de tragarlos. Eran amargos y un líquido amarillo y viscoso escurrió de su boca.

Los rayos de sol ascendían. Desde ese punto el pueblo era como un hormiguero. Raymundo bajó el cerro desde un camino diferente.

Con las primeras gotas que caían de la lluvia, abrió los párpados y sintió una fuerza que le impedía moverse. Al oído escuchó la voz de Eliseo.

—En el libro rojo escribiré un mensaje para ti.

Raymundo reaccionó cuando se encontraba en el asiento trasero de un auto. Su padre manejaba, al lado su madre fumaba. Viajaban de regreso al D.F, envueltos en un silencio asfixiante hasta que su padre preguntó.

—¿Te das cuenta de lo que has hecho? Es una puñalada en el orgullo de la familia. Tuvimos que venir a recogerte porque Doroteo te encontró tumbado sobre la hierba.

Las pupilas de Raymundo se dilataban, la doctora apenas separaba el cigarro de sus labios, la voz del señor Pepe se quebró.

—Aprende a María, ya fue aceptada para estudiar la universidad en Texas; mientras tú estás aquí todo apendejado.

Raymundo soltó una carcajada que dejó helada a su madre y el señor Pepe lo paró en seco con una bofetada.

Los libros de color rojo que encontró resultaron ser novelas que leía su madre: Amarás a un extraño, Un lecho de rosas, Mujercitas. Tenía la certeza de que Eliseo no le enviaría el mensaje bajo esos títulos, fue entonces cuando pensó que había descifrado el acertijo, seguramente la respuesta la encontraría en otras páginas, tal vez en El libro rojo de Mao, El libro rojo de Jung u otro que seguramente desconocía. Se encargó de conseguirlos. Los leía día y noche. Por momentos encontraba frases que le parecían la respuesta de Eliseo, pero, cómo saber cuál era la indicada. Acabó repitiéndolas como mantras e intentaba desenmarañar su significado. Ninguna le satisfacía. En las noches, el insomnio era una tortura que lo arrojaba a pensar en su muerte.

Noche tras noche su mundo se limitaba a la lectura, a repetir y analizar frases. Llegó un momento en que el contenido de los libros le parecía absurdo, las oraciones, cada palabra comenzó a perder su significado.

Una tarde se encontraba en su habitación y las letras se escurrían de las hojas. El último libro que abrió, de golpe y lo dejó caer.

Salió del departamento, subió las escaleras y abrió la puerta de la azotea. Le pareció que aún quedaban ecos de sus conversaciones con Eliseo, el pez koi en el tinaco ya era solo una mancha. Ahora esa azotea no era más que un precipicio.

Sus recuerdos lo sofocaban: las veces que su padre subía a la azotea para amenazarlo, las discusiones que acababan en un golpe, el enojo que le causaba el silencio de su madre.

Raymundo pedía hablar con la señora Neri, pero ella aún no había regresado a la ciudad. Amenazó con tirarse si subía alguien más. Una vecina llamó a la doctora, que trabajaba a unas cuadras, en el hospital de PEMEX. Llegó en una ambulancia. Pretendía internarlo, pero los paramédicos se negaron porque les dijeron que ese era caso para el psiquiátrico. En el patio ya había un tumulto de gente. En minutos llegó el señor Pepe y, al observar a su hijo, por primera vez, desde hacía años, se derrumbó.

En el psiquiátrico, la mayor parte del tiempo Raymundo la pasaba en un jardín y pensando en Eliseo. Le parecía ridículo no poder quitarse de la mente y que cuando lo atropellaron, llevaba su playera puesta. A veces podía verlo bajo la sombra de los árboles, lo veía con su extraña sonrisa. Cerraba los párpados y, cuando ahí lo encontraba, no los abría hasta quedarse dormido. Al despertar solo pensaba en Eliseo. La medicina y la terapia, cada día, le recordaban que él no estaría ya nunca.

“En el libro rojo escribiré un mensaje para ti”.

Después de unos meses, Raymundo fue dado de alta. Sus padres lo esperaban en la recepción, encontraron a su hijo rapado, con la piel en los huesos, unas ojeras que parecían agujeros que surcaban sus ojos y su mirada les perturbó. Lo abrazaron y él no respondió. Los tres subieron al auto.

—Escucha, hijo, para nosotros fue terrible no poder visitarte, pero ya sabes cómo son las reglas en esos centros. No hubo un solo día en que no llamáramos para saber de ti.

La doctora por primera vez rompió el silencio.

—Sé que aún te duele la muerte de Eliseo, pero ya se te pasará. Ahora todos estaremos mejor, ¿verdad?

Observó a su hijo por el retrovisor y, al encontrar su mirada, prendió un cigarro y no lo volvió a ver en todo el camino.

Al llegar al departamento, la doctora se metió a la cocina, el señor Pepe prendió la televisión, Raymundo se dirigió a su cuarto y, al abrir la puerta, lo encontró como lo había dejado. La cama permanecía destendida, había libros rojos, abiertos y regados por toda la habitación.

Cuando la doctora anunció que la comida estaba servida, Raymundo abrió un libro rojo, puso su dedo al azar sobre cualquier línea, el ansiado mensaje que esperaba apareció:

Mátalos.

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